Espacio de resistencia
La
censura tiene ahora el rostro de la “solidaridad”, la “inclusión” y la
“tolerancia”. La cultura de la cancelación ha sabido escudarse en la corrección
política, en la “promoción de valores apegados a una cultura de la
no-violencia”. ¿Qué se espera, por ejemplo, de un certamen literario que exige
de las obras concursantes “cultivar el sentido ético”? ¿Un manual de urbanidad?
¿Consejos o deberes morales? ¿Un catálogo de buenas maneras? ¿Cuáles son las
expectativas literarias si también se pide “respeto a toda la vida”, “la igualdad
y la camaradería entre hombres y mujeres” o que el concursante demuestre “un
estilo de vida coherente” (lo que sea que eso signifique)? El escritor que aspire a ser premiado por una
institución de cultura debe ser, además, un dechado de virtudes, un ejemplo de
moralidad. En algunas convocatorias el participante incluso ha de protestar que
no hay (ni ha habido) denuncias en su contra, que nunca ha discriminado y nunca
ha caído en “conductas que vulneren los derechos humanos de terceros”. ¿Es que
la literatura ya sólo es para personas ejemplares? ¿Los concursos literarios ya
sólo premiarán obras edificantes?
El ascenso del conservadurismo
exacerba una represión de la que no se escapa nada, ni siquiera el arte. Hace
poco causó revuelo el intento de “adaptar” (censurar, más bien) los cuentos
infantiles de Roald Dahl. No es la primera vez que se un texto literario es
sometido a una “revisión” con fines de “aligerar” su contenido o su lenguaje,
ni será la última. La indignación global, afortunadamente, logró que los
editores rectificaran la iniciativa y respetaran los cuentos de Dahl, pero es
plausible imaginar que en un futuro no muy lejano las buenas conciencias logren
imponer su agenda en la literatura: cada vez se vuelven más comunes estos
gestos de cancelación que se disfrazan de “inclusión” o de “respeto a las
minorías”.
No debe sorprender entonces que la
escritura aforística, rebelde y a todas luces contestataria, haya sido el blanco
constante de la censura. La marginalidad de su circulación se debe en buena
medida a su insurrección y su disidencia. A lo largo del siglo XX, fue el
estandarte de las proclamas y las denuncias tanto políticas, como sociales y
culturales. Es la típica consigna de toda acometida revolucionaria. Está
presente en los manifiestos y los programas de acción de la vanguardia, bien
como una declaración de principios, bien para enumerar preceptos de carácter
ético o estético: “Nadie puede escapar del destino. Nadie puede escapar de
DADA” (Tristan Tzara), “Horror de aquello que es viejo y conocido. Amor de lo
nuevo y de lo imprevisto” (F. T. Marinetti), “Un sueño sin estrellas es un
sueño olvidado” (Benjamin Péret y Paul Eluard).
El polémico Kurt Hiller, quien acuñó en los años veinte el término
“activismo”, tan caro a las vanguardias, expresaba sus inconformidades siempre de
forma aforística. Es la voz de los activistas. Los grafitis que inundaron París
en mayo del 68 son aforismos anónimos:
Prohibido
prohibir. La libertad comienza por una prohibición.
La imaginación al
poder.
Sed realistas,
exigid lo imposible.
Pensar diferente ha sido una marca quienes
cultivan el aforismo; padecer la exclusión y la censura, su castigo por abandonar
al rebaño. El siglo XX registra historias que ilustran distintos momentos de cancelación:
Aleksandar Baljak —aforista consumado, y uno de los principales estudiosos e
impulsores del género (fundador y presidente del Círculo Aforístico de Belgrado)—
fue acosado por el comunismo, que impidió la publicación de sus obras y clausuró
diarios y revistan que osaban publicar sus miniaturas verbales contra el poder.
Para intelectuales como Elias Canetti, Robert Musil o Franz Werfel, el aforismo
fue la búsqueda de sentido durante sus exilios provocados por el ascenso del
nazismo, fue el medio para romper el silencio y denunciar los absurdos de la
civilización occidental. El poeta venezolano José Antonio Ramos Sucre
justificaba su “Granizada” con estas palabras: “Los aforismos son disparos al
aire”. Se defendía así de quienes se sentían aludidos por su escarnio y reclamaban
la cancelación de sus colaboraciones y una disculpa a la revista que las publicaba.
Acaso por una suerte de cautela, Lichtenberg, uno de los pioneros de esta
escritura, prefirió no desnudar sus pensamientos al público. No todos estaban
dispuestos a aceptar sus observaciones radicales y provocadoras. En una de sus
libretas anotó: “Varias veces he sido censurado por faltas que mi censor no
tuvo el ingenio ni la valentía de cometer”.
Escribir aforismos es una forma de protestar
contra la tiranía de lo políticamente correcto. La literatura debe ser, a toda
costa, un espacio de libertad y de resistencia, una invitación a reflexionar
sin ataduras políticas ni complacencias ideológicas. Si el aforismo se burla de
las conductas que una sociedad ensalza, si critica sus valores en turno o
invierte las nociones relativas al “vicio” o la “virtud” es porque ha
encontrado en ellas simulaciones o falsedades que deben repensarse; si
cuestiona nuestras ideas y concepciones más arraigadas es porque no hay otra
manera de ponderarlas, de valorar su legitimidad en un mundo cambiante.
Creer, por otra parte, que un escritor
está obligado a conducirse como pastor de iglesia, y que sus obras deben ser en
consecuencia “respetuosas”, “tolerantes”, “solidarias” e “incluyentes” es
cercenar esa libertad de creación que es la cuna del pensamiento crítico. Es
además un anhelo ilusorio, un tanto alejado de la realidad. Afortunadamente,
hay aforismos que nos invitan a justipreciar sin ambages la figura del
escritor, con toda su crudeza. Juan Domingo Argüelles escribe uno de los más contundentes:
Muchos escritores
son avinagrados, intolerantes, soberbios, vanidosos y aun malvados. Incluidos
los genios. Luego, entonces, ni el libro ni el arte mejoran sustancialmente al
ser humano. No le dan, necesariamente, un propósito ético. Únicamente lo ilustran.
Podemos o no estar de acuerdo con lo
anterior, estas palabras se han limitado a mostrar una cara de la moneda que
siempre ha estado ahí, aunque en últimas fechas surjan sectores que no están
dispuestos a observarla. La historia de la literatura está plagada de escritores
execrables, delincuentes como Genet, drogadictos como Baudelaire o De Quincey,
traficantes como Rimbaud, fascistas e ideólogos de la guerra como Pound o
Céline, violadores como Neruda, asesinos como Villon o Burroughs, pedófilos
como Matzneff. Incluso Quevedo, un genio indiscutible, era un hombre miserable
que pedía la hoguera para judíos y homosexuales, un espía de la embajada
francesa que traicionaba por dinero a sus compatriotas. No se trata de
enaltecer conductas reprobables, ni de justificar eso que ha llamado “discurso
de odio”, sino de aceptar que somos seres complejos y contradictorios cuya vida
moral no determina los alcances de la obra artística. Cultivar el sentido ético
no es garantía de lucidez artística. Atesorar virtudes o carecer de ellas
tampoco. El escritor no tiene que ser un ejemplo de moralidad. La literatura no
tiene por qué arrodillarse a las ideologías del momento.
Jesús M. Maestro propone una definición de
“literatura” que resalta el impulso libertario que le da vitalidad y sentido.
La literatura, dice el teórico, “es una construcción humana y racional que se
abre camino hacia la libertad a través de la lucha y el enfrentamiento
dialectico”. Escribir aforismos es abrirse camino hacia la libertad, es una
disputa contra el establishment. Quien escribe aforismos no es un
apologista del mal, sino un crítico mordaz que busca trastocar las consciencias
en aras de su liberación. Que muchos
aforismos puedan incomodar o fastidiar a más de uno no es razón suficiente para
silenciarlos. La literatura puede edificar o corromper, pero ese nunca será su
objetivo ni su finalidad. El mensaje estético no prescribe conductas. Pobres de
aquellos que se sientan agredidos tras leer unas frases que, además, buscan
deliberadamente soliviantar al lector. La escritura aforística se dirige, como
en su momento el Marqués de Sade, “a aquellos hombres que son capaces de
examinar con una mirada objetiva todo cuanto está ante ellos”, a esos hombres capaces
de asomarse a los abismos de la humanidad sin caer en éstos, porque, como bien
lo supo Sade, “dichos hombres son incorruptibles”.
Tomado de En el límite (2024)
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