Obsesión devota: Tulsidás

 


Para Damaris.


Cuando Tulsidás descubrió que su mujer había huido debió sentir que un abismo insondable se abría ante sus pies. Debió escuchar el silencio en toda su plenitud y quizá pudo advertir la profundidad que lo acechaba. Tulsidás, cuenta la leyenda,  vivía obsesionado por su mujer y esa obsesión era la causa del abandono que lo cubría en llanto. 

Llovía en Benarés. La mujer de Tulsidás, a esas horas, ya estaría en casa de su padre, al otro lado del Ganges. “No hay muerte más dolorosa que su ausencia”, se dijo, y partió tras ellas. Debió encontrar la luz en su interior porque el celaje solo ensombrecía más la noche. Era el año de 1560 y Tulsidás se arrojaba al río que Brahama había creado con su sudor, jurando que por aquélla ningún dios lo detendría. Era una afrenta divina que solo podía perdonarse porque había en ella una actitud devocional.  Cruzó la crecida del Ganges bajo la tormenta, dicen que asido al cadáver de un ahogado que no podía usar como balsa, pero le sirvió muy bien de remo.  Cuando estuvo frente a la casa anhelada no encontró cómo escalar hasta la habitación de su mujer y tuvo que hacerlo utilizando una serpiente como cuerda. 

              Su mujer lo vio entrar pero no expresó gran sorpresa. Mucho menos alegría. Lo observó fijamente y lo reprendió con severidad: “si tuvieras por Rama la devoción que tienes por mí, ya hubieras alcanzado la liberación”. Tulsidás guardó silencio, acusó el reclamo de su amada y partió sin decir palabra alguna. 

La obsesión es una fijación que perturba; la devoción, un fervor religioso. No hay una frontera que las separe. El obseso vive subyugado por una obediencia que es muy parecida a la que goza el devoto. Obediencia que puede ser necesidad o necedad. Obediencia que es un péndulo oscilando entre lo blanco y lo negro: un lado ciega; el otro, ilumina. El equilibro del obseso se ve socavado por la pérdida. Perder el objeto de la fijación es perderse: 


Aún conservo el cuerpo,

mas las manos me tiemblan 

y la luz se ha fugado de mis ojos. 

 

Tulsidás —como hiciera Shánkara, Nagarjuna, Basavanna  u otros tantos renunciantes de la India—, dejó sus posesiones, regaló sus propiedades y se dirigió al encuentro con la divinidad. El camino no fue fácil. Tulsidás dejó constancia de su tormento: 

 

Sin fuerzas y medio sordo,

mis sentidos se apagan sin que pueda impedirlo.

Tengo los dientes rotos, tartamudeo.

¿Dónde quedó la antigua lozanía de mi rostro?

La flema, el reumatismo y la bilis 

espantan hasta a mis hijos.

Todos me expulsan de sus casas.

 

Para lanzar un ancla que atenuara su naufragio, Tulsidás hace un voto de entrega. Reclinado a los pies de Shri Ramachandra, lanza un juramento: “nunca más codiciar las riquezas del mundo”. Tulsidás promete abandonar el deseo para liberarse del samsara. La renuncia será el primer paso; el segundo, caminar en la penumbra para encontrarse nuevamente con la luz. Esa luz que brillaba en él. Es entonces cuando la soledad se vuelve introspección:

 

Todos tenemos dentro 

una mancha negra.

Es la misma que cubre a la luna

y no podremos borrarla ni en un millón de vidas.


          El karma. 

Vuelto asceta, se dedicó a la veneración de Rama. Su objetivo: liberarse por medio de la devoción. Compuso una versión de la vida de Rama, el Ramcharitmanas, cuyos cantos aún se escuchan a las orillas del Ganges y han sido considerados la cumbre de la literatura hindú de los siglos que, en Occidente, corresponden a la Edad Media.  Tulsidás siempre se declaró poco diestro para la creación poética, pero sabía que lo suyo era una iluminación porque la divinidad era quien guiaba sus pasos. 

Una obsesión devota es, como en caso de Tulsidás, un impulso vital desbordado. A veces el poeta se siente cautivado por su amada, pero en realidad está enamorado de todo aquello que le ha escrito. Tulsidás se enamoró de su entrega, no de su mujer: por eso vivía en una obsesión que rozaba los lindes de la devoción. Más aún: los conjuntaba. Obsesiones como esta son comunes para el santo, pero también para el artista.  Ambos buscan un faro que lance una luz a su zozobra: la creación, la divinidad. Pero sólo quien encuentra la luz puede vislumbrar el camino. 

 

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